Pues un año más ha llegado el 2 de mayo. Por si alguien no lo sabe, se celebra la independencia de España. En Estados Unidos lo hacen el 4 de julio, y creo que todos lo sabemos pero, ¿por qué no le damos la importancia que tiene a tan señalado día, aquí, en la piel de toro? Vamos, ni los más fachas del lugar han dicho nada.
Quizá convenga recordar lo que pasó. Era 2 de mayo de 1808. España estaba invadida por el ejército napoleónico. ¿Por qué? Porque Napoleón Bonaparte, el mandamás francés, genial estratega, apodado por algunos “Le petit cabrón”, en su afán de hacerse con el control de Europa, pidió permiso para, en silencio y con educación, cruzar España para conquistar Portugal. De repente, a su paso por Madrid, decidieron quedarse, que ya que estaban aquí pues nos conquistaban y eso a nosotros también. Los peores reyes que hemos tenido, Carlos IV y su hijo Fernando VII (ver los cuadros de Goya), se dedicaron a lamerle las botas a su paso. El bueno de Napoleón se los llevó exiliados a Bayona, donde obligó a Carlos IV a abdicar en el infame Fernando, y a este en su hermano, José Bonaparte, más conocido como Pepe Botella.
Con José Bonaparte en el trono, las tropas francesas campaban a sus anchas. “¿Quién nos ha visto y quién nos ve?”, pensaban los españolitos de la época. Y no hay que entenderlo mal. España, país oscuro, meapilas y supersticioso donde los haya, necesitaba de la luz, de la cultura, de la revolución y de la evolución del pensamiento que traían los franceses consigo. Pero hombre, no de cualquier manera. Que para cojones los nuestros.
En esas estaban en el Madrid de la primavera de 1808. No voy a entrar en detalles históricos que, aunque son muy interesantes, se pueden consultar en mil sitios (desde Papel Sucio recomendamos la lectura de “Un día de cólera”, de Arturo Pérez-Reverte), pero digamos que aquellos vecinos, currantes, agricultores, castizos… gente de la calle, como cualquiera de nosotros, le plantaron cara al mejor ejército que había en aquel momento, con cuchillos de cocina, azadas, navajas y lo que pillaron a su paso. Vamos, con dos narices. Por amor a su país, a su libertad y, maldita sea, a su Rey, que se dedicaba en esos momentos a cortejar a Napoleón, aplaudiendo sus hazañas militares con la devoción de un perrito faldero. Luego se unió parte del ejército, vamos, los que se rebelaron, con los capitanes Daoiz y Velarde a la cabeza, pegando cañonazos en la actual Plaza del Dos de Mayo, en la divertida zona de Malasaña.
El resultado, está en el cuadro de Goya “Los fusilamientos del 3 de mayo”. Un desastre. Una escabechina. Pero allí se plantó la semilla que produjo el levantamiento español contra los franceses, que desembocó en una guerra de guerrillas que todavía tiene acojonado a algún gabacho, y que, junto al frío frente ruso, significó el principio del fin del enésimo intento de conquistar el mundo, el Imperio Napoleónico.
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