"A esa pregunta tan infantil, mis amigos siempre contestaban lo mismo: los coños. Yo, en cambio contestaba "el olor de las casas de los viejos". La pregunta era: ¿qué es lo que más te gusta en la vida?. Estaba destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en escritor. Estaba destinado a convertirme en Jep Gambardella"
Una película que empieza con semejante discurso anticipa algo grandioso. Y su título no podría ser más concreto: La gran belleza.
Es una película magnífica. Paolo Sorrentino transporta a una Roma exclusiva, la Roma de la alta sociedad, de la mano de un personaje de los que marcan una época. Jep Gambardella. Es un periodista, un entrevistador, que hace muchos años publicó una novela que se deja entrever era muy buena. A sus sesenta y cinco años, comienza a replantearse la vida, pero no de forma drástica, sino con mucha flema, apenas cambiando sus comportamientos. Su vida nocturna, su amor por las mujeres, por el alcohol, por las fiestas de la gente guapa. Sus reflexiones y recuerdos, su mundo, su ciudad... todo gira entorno a él.
La cinta tiene una factura impecable. Una música estupenda, en la que ni molesta escuchar canciones tan casposas como algún éxito remezclado de Raffaela Carrá. Unas escenas colosales. Se podrían entender individualmente a la perfección. Juntas constituyen un tapiz, como decía Alfred Hitchcock. Una alformbra recargada, en la que no sobra ni un solo elemento. Y eso es importante: el estilo barroco, casi rococó, recargado al extremo, que denotan la vida sutuosa del protagonista. Reflejos de una Roma señorial, y clerical también. Ambos elementos convergen de forma natural.
Sorrentino ha conseguido con La gran belleza una gran obra de arte que tardará en borrarse de la retina cinéfila popular. Una película para ver mil veces, para recomendar y volver a disfrutar con los amigos. Para hablar de ella durante horas. Para obsesionarse, como uno lo hace con la propia belleza.
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